domingo, 30 de agosto de 2009

de Caballito a Cañitas

- Uno veinte -le dijo al chofer, sabiendo que el boleto costaba uno veinticinco. Desde que había aumentado se prometió pagar siempre uno veinte, sea como sea, viaje a donde viaje. Cuando agarró el boleto, el colectivo frenó de golpe y casi se da la cabeza contra la baranda de metal. Rápidamente eligió sentarse dos asientos más atrás que ellos. Es mejor mirar que ser mirada, concluyó satisfecha y agarró el libro que venía leyendo. Pero estaba distraída y no pudo avanzar ni una página. Apoyó la cabeza en la ventana y vio como el cielo empezaba a cambiar de color.
Rodeando el Parque Centenario un par de señoras caminaban a ritmo. Estaban abrigadas de más. Dos pibes vestidos con calzas y visera, las pasaron a toda velocidad. Parecía que flotaban. Si tuviese que elegir un deporte, pensó, nunca elegiría correr. Le duele el bazo, cree que porque se le llena de sangre o algo así. Y como si tuviese un tragamonedas liberado en el cerebro, le empezó a caer toda la información, y se acordó de su nombre. José. Se llamaba igual que su abuelo. Trabajaba en un puesto de libros del Parque Rivadavia. Ella se había obsesionado con él, y lo iba a visitar inventando excusas. Se habían intercambiado los teléfonos, pero nunca habían salido. Ya debían haber pasado cinco años. José giró la cabeza como si la hubiese estado escuchando, pero ella miró para otro lado. Miró para fuera, hacia los primeros pisos que dan a la calle. Espió balcones e imaginó historias familiares. En el primer piso de un loft sobre Thames una pareja discutía. Él agitaba las manos y ella lo miraba fijo. La luz del televisor, reflejaba lo cotidiano. Como si estuviera viendo una película costumbrista argentina de su propia vida.

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