La aguja de la velocidad oscila entre ciento treinta y ciento cuarenta kilómetros por hora. La aguja del agua está clavada en el medio. Marca ochenta, ni muy fría ni muy caliente. Noventa mil trescientos kilómetros, en total. El marcador del control de consumo está en trescientos. Nacho lo puso en cero apenas cargó nafta, cuando salimos de Buenos Aires. Queda medio tanque. Relojeo de vez en cuando todo el tablero. Voy de un dato al otro. Alterno. Controlo. Chequeo. Arriba a la derecha del parabrisas observo una calcomanía redonda, el impuesto docente que inventó el Turco en el 98. Un fiasco. Y abajo CMN 513 grabado en el vidrio. La canción que suena es la numero dos. El camino está vacío. A la derecha el campo. Un alambrado y un par de vacas flacas. Cuento los postes de los cables de luz que bordean la ruta, y vuelvo al tablero. Ciento cuarenta kilómetros por hora. Si llega a pasarlos le digo algo. Está tenso. Se le nota. Me gustaría cerrar los ojos y dormirme un rato. Percibo el bamboleo suave del auto cuando el camino está desparejo. Sobre la mano contraria, la izquierda, pasa un camión que transporta autos cero kilómetro, y no mucho más. Son las once y cuarenta y cinco y ya vamos tres horas de ruta sin parar. Ahora una publicidad de alfajores. Más adelante, a quinientos metros, una estación de servicio. Por ahí Nacho quiere parar a comer en la ruta. Un asado al asador. Yo prefiero seguir y llegar antes. Pero no le quiero hablar ahora. No lo quiero distraer.
Los viajes en auto me recuerdan a otros viajes en auto. Hay un poco de niebla, pero no mucha. Algún que otro árbol. Vuelvo al tablero. Velocidad. Temperatura. Canción. Suena Bob Marley. No woman no cry parecería estar escrita para mí. La ruta me da pena o nostalgia. Imagino choferes de camiones o micros quedándose dormidos. Luces encandilándonos de frente aunque sea de día. Accidentes trágicos, choques. Vidrios. Sangre. Muerte.
-¿Qué hacemos?¿Paramos a almorzar? –le pregunto intentando distraerme. Nacho me dice que decida yo y me pide que le prenda un cigarrillo mientras abre la ventana y a mi se me tapan los oídos. Un cartel verde anuncia que faltan cien kilómetros. Otra publicidad. Me detengo con la vista en un camino de tierra y una tranquera verde. Al final se vislumbra una casa. Imagino que si hubiese nacido en un pueblo, no me hubiera ido a estudiar a la capital. Seguro ya tendría dos hijos, o quizás más. Como cualquier chica de campo, que se casa joven con su primer novio.
viernes, 17 de julio de 2009
Archivo del blog
-
►
2013
(21)
- ► septiembre (2)
-
►
2012
(58)
- ► septiembre (11)
-
►
2011
(78)
- ► septiembre (3)
-
►
2010
(104)
- ► septiembre (8)